Una mirada a un Jericó nocturno y lluvioso

Kevin Santiago Durango nos regala esta maravillosa producción donde en un recorrido nocturno por una Jericó lluviosa y anquilosada en el frio, su lente nos muestra hermosas estampas que en el transcurrir del tiempo no vemos.

Kevin Santiago Durango nació en la ciudad de Kanzas City Mo y se educó en Canadá donde se graduó como fotografo profesional en el Niagara College de St Catherines ON Canadá y al contrario de muchos jóvenes identificó a Jericó como su sitio de residencia. 

El lente de Kevin ha estado en diversas partes del mundo capturando imágenes, inmortalizando el tiempo con un solo click.

En esta producción pretende mostrar lo que quizas nadie suele ver en una noche lluviosa y fria de este Jericó maravilloso.

Jacom La Revista les comparte su trabajo y sus redes @kevindurangophotography @kevin.s.durango.   En horabuena

Las dos casas

A Jericó se lo está tragando la tierra. Las casas, de puras tristes al ver que los de siempre ya no están, se niegan a resistir el paso del tiempo y cada vez son más los lotes vacíos, invadidos por escombros y un pantano que se extiende hasta las calles. Mi jardín era el jardín más lindo de Antioquia y de tanto polvo que entra de la calle las flores hicieron huelga y se rehúsan a salir. ¿Sí ve ese plástico blanco que rodea la cocina? Esa cocina no es ni cocina, es en esencia un corredor de madera donde corría dichosa cuando era niña, bordeando con mi visión las montañas del fondo. A los ocho años no hay forma de trazar un límite entre una misma y lo otro, ahora camino por mi propia casa y a la mitad la encuentro intrusa, interponiéndose entre mi memoria y el mundo. Donde antes había una mata ahora hay un balde con pintura. Donde antes mamá colgaba fotos y porcelanas ahora hay un remedo de pared y una escalera a la espera. Atrévase a salir a la calle, en todas partes es lo mismo: Jericó tambaleando ante la ausencia de los suyos y abriendo baches (que después llenan con cemento) ante la presencia de los que quieren “innovarse”. Mi esposo tiene la misma tienda desde hace quién sabe cuánto y ese cerro de poncho que crece junto a la puerta es mi papá, el mismo que compró esta casa en el ‘79. Si me recuerdo en esa época… Si me recuerdo de niña paseando por la casa, mi figura se destraza y se pierde al cruzar la parte nueva. Si la memoria se edifica junto a los recuerdos más grandes, en esta casa he vivido mi mejor vida y por eso me contiene toda. A veces cuando me nostalgio me da por contarle a mi hija. Ella está muy contenta con el cambio, le gusta la nueva casa, piensa que es moderna y bonita. Yo pienso en el corredor de madera, en la vista, en mis flores. Le digo que donde antes era el corredor por lo menos deje una ventana que me sugiera el viejo paisaje. Y dizque sí, van a poner la ventana, pero no sé… El mundo avanza sin parar y me toca decirle a los recuerdos que sigan creciendo, pero hacia adentro. A esta casa que soy no la tumba nadie. Fíjese usted en ese brote de orégano en el patio, él es el único sobreviviente. Como él, yo también me resisto al olvido. Aquí sigo.

Jaime y las rosas

Porque las noches eran largas; porque los días de las noches eran lentos.
La tierra estaba más obscura porque faltaban las estrellas en el cielo.
El manantial de donde brota la luz que alumbra el corazón estaba seco.

El centro de la imagen es un jardín sostenido por las manos. Entre los dedos, pájaros que llegan veloces a traer secretos de Las nubes, secretos que usualmente vienen en forma de agua clara y fría de la cima del mundo. En el corazón de las manos reposa un manantial, ¿es ese el manantial de donde brota la luz que alumbra mi corazón? ¿Alguno de mis órganos internos se ha muerto? El manantial se ha secado. A las flores les cuesta abrir sus puntas desde que Jaime no ha vuelto. Llegan mensajeros humanos de lugares lejanos, mensajeros citadinos sin respuesta. Hay otras manos que también las riegan: unas de hombre, otras de mujer y otras de mujer pequeña. Las cuidan, las riegan, les escuchamos hablar y jugar (a veces), del otro lado, del piso de arriba, pero ya no entre nosotras y no demoran mucho acá abajo, pues las puertas del primer piso mantienen cerradas desde que Jaime no está.

Las rosas, sedientas de rocío, inclinan sus largos cuellos para beber del manantial de azulejos que no hace más que suspirar aire seco. Las veo retraerse en un movimiento preciso y lento: hacen complot entre ellas, se enredan y tiemblan. Si acallo las conversaciones cercanas (la hija de Jaime habla de un hospital en Medellín, mientras acerca a su hija con los brazos), puedo escuchar su murmullo titilante. Cada flor tiene una voz propia y en cada voz intuyo un lamento que, aunque diminuto acorde a su tamaño, se acrecienta al hacerse conjunto, al nacer en cada una de las ramas y las hojas y las flores y las plantas que han visto crecer a Jaime y que han crecido gracias a las manos del mismo. Las plantas rastreras de hoja pequeña, por ágiles y silenciosas, han sido asignadas para la honorable tarea de alcanzar a las flores de arriba, colgadas en capachos sobre el corredor de madera.

Cuando las habitaciones quedan vacías de esperar y recién han llegado noticias de pasos nuevos, el viento ayuda a que las hojas puedan preguntarle a las flores si lograron escuchar qué se ha sabido de Jaime, de la humanidad de Jaime o más importante todavía, de las manos de Jaime, conectadas (según noticias viejas) a horribles maquinarias de cables eléctricos y pulsos de sonidos extraños. Las flores se ocultan, derraman sobre el jardín de abajo algunos pétalos, se contraen y se abren para responder: aún nada. Al rosado que las enciende le asoman algunas manchas más claras y cuentan que aparentemente no tiene que ver con las manos, sino con la cabeza. A Jaime le duele el estambre y por eso no puede volver. Al parecer una enfermedad del estigma que aún no logran nombrar, alguna plaga de mosca blanca que le absorbe la vida o alguna oruga que sale por las noches para comerse sus pocos pétalos. La enredadera se retrae lentamente, se despide con un Entiendo y pasa la información a sus hojas más bajas y pequeñas, hasta que puede llegar al primer piso, propagándose por el jardín. Las rosas son las primeras en derramar su rocío. Los listones se hacen curva hasta rozar casi los adoquines. Las Gloria de la mañana se achiquitan y se cierran, aun cuando es de día y el sol brilla sobre ellas. Al pasar los días, las flores —sin embargo— esperan. Atraen mariposas, grillos, abejas, cucarrones, moscas y casi cualquier cosa que sirva de sorpresa a Jaime para cuando vuelva. El manantial de donde brota la luz que alumbra el corazón de la casa permanece seco, se niega a derramar una gota hasta que éste regrese. Los pájaros siguen filtrándose entre los dedos —de una mano que se cierra cada vez más y de a poco—  procurando traer algunas gotas de lluvia desde Las nubes, no vaya ser que el jardín se seque sin ver a Jaime una última vez.

Miriam, hacedora de ventanas

Desde que empezó mi inquietud por usar las manos, tengo una colección de casas que no son mías. Cada jueves a las dos salgo para encontrarlas y entre más coloridas mejor, me siento capaz de conseguir hilos de todos los colores con tal de reproducir fielmente los paisajes. Desde que salimos de Pamplona no hago otra cosa que trazar caminos —de tela, de lana, de resina, de papel— que me lleven de regreso al hogar de mi infancia. Quinientos metros cuadrados. 500 m. Todavía me va a tomar un tiempo repasar la estructura original y replicarla junto a estas otras casas que me ha dado el camino. Ahorita mismo estoy recolectando ventanas. Ya recorté la madera que me va a servir de tablero guía e incluso armé la retícula de hilos iniciales. Ya tomé las fotos de mis ventanas favoritas, ya escogí la combinación de colores y adiviné el trazado de las formas; pero cada vez que intento empezar, la mente se me va 676 metros más arriba, se pierde en la espesura del paisaje, en la blancura de las casas, en los tejados de ladrillo asomándose entre la neblina, y hasta alcanzo a sentir el frío de mis mejores días. Cuando las nubes se dispersan logro divisar a mis hermanos jugando a lo lejos en la finca, con los cachetes rojos y las botas sucias, con las manos heladas agarrando ramas y mostrando los escasos dientes detrás de la sonrisa. Para quien no acostumbre dejar el corazón en un solo sitio es fácil pensar que todas las montañas tienen el mismo verde y que todos los pueblos se parecen, pero en el mapa de mi corazón y mi memoria podría trazar cada curva, cada piedra de cada calle, cada árbol asomado por un patio antiguo, cada aroma proveniente de Pamplona. Hace días, sentada en el comedor, miraba hacia este pueblo que no es mío (aunque me guste) y pensaba en mi condición de pasajera lejos de sus campos. 

Apenas si pude concretar un par de palabras en el pensamiento cuando me vi interrumpida por el calor y suavidad de Coco, mi gata, paseando entre mis piernas. Pensé en mi obsesión por fijar las estructuras de los sitios y en cómo ninguno me hace sentir del todo en casa. ¿Y si en lugar de trazar marcos de puertas y ventanas, trazara paisajes de pelo y garras? ¿Si en lugar de bordar una pared, insinuara la huella de una pata, una colita? Quizás el hogar no tiene que ver necesariamente con un lugar sino que es algo más lo que permite que habitar encaje. La memoria del corazón también puede trasladarse con todo y su pasado a donde se le disponga. Al menos por ahora, mientras Coco se pasee entre mis cosas, tengo la sensación de que en Jericó vamos a estar muy bien.

Oliva prefiere el silencio

Todos los días, a las 4:30 de la mañana, a la niña Oliva la despierta la llegada del arriero que trae el ganado para que lo ordeñe su mamá. Oliva tiene dos hermanas pero ninguna responde, solo ella (ha de ser porque están casadas que ya no quieren hablar). Oliva baja corriendo las escaleras de madera hasta el piso de tierra y desde abajo oye a su mamá gritando  desde la cocina: “¡Andá despacio que te caéeeees, Olivaaaa, cagona! ¡Que te cojo las trenzas!” La niña ríe silenciosa, se sacude la tierra de las rodillas y coge fuerza para abrir las cadenas de la puerta para las bestias (diez mil veces más grande que ella, piensa).

Detrás de cinco vacas gordas, grandes y lentas, su papá se levanta el sombrero a modo de saludo y el caballo y el perro que lo acompañan parecen saludarla también. Oliva les saca la lengua. No le gustan los animales, nunca le han gustado y de grande nunca los tendrá. Son sucios, se revuelcan en cualquier lado y siempre le ensucian los vestidos. Cuando sea grande y se vaya de esa casa… Entretenida en el piso de abajo, viendo a su mamá ordeñar, por poco se olvida de que se hace tarde y el almuerzo no está. Sube las escaleras, esta vez con la velocidad que la artrosis deja, mientras recuerda todas las veces que se cayó sobre el pasillo de madera por subir corriendo. Enciende la estufa de petróleo, pone a hervir agua mientras piensa qué hacer con el poco revuelto que tiene y camina hacia el corredor de atrás, desde donde se divisan algunas montañas, plataneras y árboles frutales de los patios vecinos.

Baja la mirada: en su patio nada. Apenas un árbol seco y algunas gallinas que dice querer ÚNICAMENTE porque le ayudan a desyerbar el patio y no se suben a la casa. ¿Y la gallina que está en el patio de las bestias? Está culeca y si la deja coger de un gallo… El problema que le pone la mamá. Regresa a la cocina, pela dos plátanos, los echa a la olla, media cucharadita de sal, la echa a la olla. Sigue su camino por el pasillo color crema casi que vacío, de no ser por contadas materas con flores rosas, moradas y blancas. Su papá siempre dice que a falta de lujos, las flores son la alegría de una casa. A Oliva no le gusta casi regar las matas, menos si sus hermanas no la ayudan, pero encuentra que el lema tiene sentido y parte de su tiempo lo invierte en cuidarlas.

Regresa dos pasos para asomarse hacia el salón comedor, cerrado desde que ya no hay gente que lo use. Entre los floreros, un par de  sillones y un cuadro del corazón de Jesús, el papá se queda dormido fumando tabaco mientras la mamá hace punto de cruz sobre el vidrio cubierto de polvo. Sigue el camino. Abre las cortinas del cuarto principal para que le entre la luz del pasillo. Coronando la cama, en el centro, un retrato pintado de su padre y su madre, idénticos a los que recién había encontrado en la mesa. “¡Oliva, la comidaaa!” Se regresa a la cocina. Pela unas papas, las echa. Una ramita de cilantro, la echa. Un huevo ponchado como para una agua-sal, lo echa. A lo lejos suena un bolero, quién sabe de dónde. Apaga la estufa y se entra lo más que puede.

Prefiere el silencio. Recorre lentamente el cuarto, de nuevo. Cruza los umbrales de las puertas que se entrecruzan y hacen del cuarto principal un gran cuarto hecho de muchos, para los hijos. Oliva mira fijamente las tres camas sobrantes. “Ah, pa’ qué se casaron, ¡ahora todas estas camas son mías!” Se tumba un rato a mirar el techo. Hoy no va a abrir las ventanas, tampoco ayer, lo más probable es que tampoco mañana. Tendría que ser que tocaran su puerta con aire noble, preguntándole sobre su historia y sobre la historia de la casa. Tendría que ser que alguien quisiera descubrir cómo se ve desde adentro la única casa en Jericó que habita por fuera del tiempo. Entonces de pronto diría que sí, con permiso de los padres y sin que le tomen fotos a la cara, porque qué vergüenza que se den cuenta de que es la última habitante y que “detrás de las ventanas grandes, amarillas, resiste la más ¡más! humilde casa”.

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